A los minutos siguientes estaba en la embajada, con mi expediente rechazado por tercera vez y mis últimas esperanzas abrumadas por el peso de la gringa gorda que minutos después se llenaría la boca de Donuts, McDonalds y harta Coca Cola sin saber que a mí solo me esperaría levantar la mano en alguna esquina y regresar a casa tragándome el Perú en cáscara y pepa.